Sobre la imperiosa necesidad de asombrarse

Crossing the Brook, Joseph Mallord William Turner, 1815

Somos arrojados a este mundo, del cual conocemos tan poco como de dónde venimos. Es decir, nada. Se presenta ante nosotros una infinitud de manifestaciones, desde la primera sonrisa de nuestra madre hasta las nubes del cielo, desde el azul hipnótico del mar hasta el resplandor de las hortensias en primavera. Todo se nos aparece como un gran enigma imposible de descifrar al completo, y que no nos queda mas remedio que asombrarnos.

¿Qué es el asombro? No dudo al afirmar que es la actitud más noble que puede tomar un ser humano ante el mundo. El asombro nace a partir de una duda ante lo inexplicable, seguida de una peculiar admiración hacia eso mismo. En su Metafísica, Aristóteles proclama a la acción de asombrarse del ser humano como el punto de inicio de toda reflexión filosófica:

«los hombres —ahora y desde el principio— comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo, maravillándose en un primer momento ante lo que comúnmente causa extrañeza y después, al progresar poco a poco, sintiéndose perplejos también ante cosas de mayor importancia».

Todos los humanos desean saber, conocer aquello que se encuentra en lo inhóspito y sin explorar. Para los antiguos griegos la admiración y el asombro, lo que ellos denominan to thaumadsein, es el motor que lanza al hombre a la búsqueda de conocimiento. Y conforma uno de los pilares sagrados de la libertad humana.


Considero de gran importancia esta última frase. En la actualidad, el proceso de conocer lo que somos y lo que nos rodea resulta extremadamente sencillo. Podemos elegir a la carta, siempre que vendamos nuestra alma al mejor postor. ¿Te atrae el ideario de izquierda política? Adelante, ya puedes recoger tu carnet de afiliado a las juventudes comunistas de tu localidad, en la que gozarás de la compañía de sujetos igual de cobardes que tú. Y lo mismo puedo decir en el ámbito de derecha, resultando indiferente sea el caso que sea. 


¿Cobarde? ¿Por qué? Pues, querido amigo/a, sufres miedo de asombrarte por ti mismo. Sientes tu fragilidad ante el grupo, la gran coerción de nuestro tiempo. La deshonrosa sensación de seguridad, la no toma de responsabilidades por lo que uno hace o piensa, te granjeará fértiles frutos entre tus iguales. Tendrás una hoja de ruta exacta, un pensamiento estático y unas ideas inamovibles. La gente que te rodea caerá rendida a tus pies por la firmeza de tu discurso, sin ápice de vulnerabilidad ninguna.


He aquí en este momento, en el que te veré como un desdichado, como un adalid de la condescendencia ajena. Tú ya no te asombras por nada, has perdido incluso la capacidad de hacerlo. 

No te permitas debilidad ninguna, no oses darte cuenta de un error por claro que sea.

No disfrutes del placer de cambiar de opinión, de reconocerte distinto respecto a tu Yo pasado.


En ese caso te llamaré pobre. Pobre por creer tener respuestas para todo. Pobre por no poder ver más allá de lo que tus ojos te permiten. Pobre por no poder vanagloriarte de tus propios errores.


Y sin darte ni remota cuenta, te encuentras en una minúscula jaula de cristal. Atrapado y sin salida alguna.


Perdiendo la oportunidad de admirar el mundo que te ha sido dado, tal y como se nos muestra. Con sus indescifrables enigmas que embellecen la tierra bajo la cúpula celeste.


En la que nos encontramos de paso, lugar y momento donde decidiste no admirar nada de tu alrededor. 


Omitiendo tu imperiosa necesidad de asombrarte.


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